Cuando una amiga me pidió que les hablara a unas adolescentes en un taller sobre la pureza, me negué. A esa edad, yo había luchado con eso y llevé durante décadas marcas provocadas por mi inmoralidad. Después de casarme y perder a nuestro primer bebé durante el embarazo, pensé que Dios me estaba castigando por aquellos pecados. Cuando entregué mi vida al Señor, a los 30 años, confesaba repetidamente mis pecados y me arrepentía. La culpa y la vergüenza me consumían. ¿Cómo podía compartir de la gracia de Dios si ni siquiera yo podía experimentar plenamente su gran amor por mí? Gracias a Dios, con el tiempo, Él eliminó las mentiras que me encadenaban a mi pasado. Por su gracia, por fin recibí el perdón que me había estado ofreciendo todo el tiempo.

Dios comprende los lamentos por las aflicciones y consecuencias de nuestros pecados pasados. Pero también da poder a sus hijos para vencer la desesperación y levantarse con esperanza en su gran «misericordia» y «fidelidad» (Lamentaciones 3:19-23). La Escritura dice que Dios es nuestra «porción» —esperanza y salvación— y que podemos confiar en su bondad (vv. 24-26).

Nuestro Padre compasivo nos ayuda a creer sus promesas. Y al recibir la plenitud de su gran amor por nosotros, podemos difundir la buena noticia de su gracia.

De: Xochitl Dixon