Conocido una vez como el hombre más fuerte del mundo, el levantador de pesas Paul Anderson estableció un récord mundial en las Olimpíadas de 1956, en Melbourne, Australia, a pesar de estar con una grave infección de oído y mucha fiebre. Lejos de los primeros puestos, su única chance para una medalla dorada era lograr un nuevo récord.

Tras fallar en los dos primeros intentos, el fornido atleta hizo lo que aun la persona más débil puede hacer: clamó a Dios por más fuerza, abandonando la propia. Más tarde, dijo: «No estaba negociando. Necesitaba ayuda». En su último intento, levantó sobre su cabeza 187,5 kilos.

El apóstol Pablo escribió: «cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Corintios 12:10). Hablaba de la fortaleza espiritual, pero sabía que el poder de Dios «se perfecciona en la debilidad» (v. 9).

Como declaró el profeta Isaías: «Él da esfuerzo al cansado, y multiplica las fuerzas al que no tiene ningunas» (Isaías 40:29).

¿Cuál era el sendero hacia tal fuerza? Permanecer en Jesús, quien afirmó: «separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15:5). Anderson solía decir: «Si el hombre más fuerte del mundo no puede pasar un día sin el poder de Jesucristo, ¿a qué conclusión llegas?». Para averiguarlo, deja de depender de tu aparente fuerza y pídele ayuda a Dios.

De: Patricia Raybon