En 2020, el volcán Sangay, en Ecuador, erupcionó. La BBC detalló: «la oscura columna de humo alcanzó una altura de más de 12.000 metros», y cuatro provincias (unos 800 kilómetros cuadrados) quedaron cubiertas de cenizas y hollín. El cielo se puso gris y sombrío; el aire era sofocante y hacía difícil la respiración. El granjero Feliciano Inga describió la escena en el periódico El Comercio: «No sabíamos de dónde venía todo ese polvo […]. Vimos que el cielo se oscurecía y tuvimos miedo».

Los israelitas experimentaron un temor similar cuando se pararon al pie del Monte Sinaí y este «ardía en fuego […] con tinieblas, nube y oscuridad» (Deuteronomio 4:11). La voz de Dios tronó, y el pueblo tembló aterrorizado. Encontrarse con el Dios viviente es una experiencia asombrosa y que postra de rodillas.

«Y habló el Señor» con ellos, «mas a excepción de oír la voz, ninguna figura [vieron]» (v. 12). La voz que sacudió sus huesos brindaba vida y esperanza. Dios dio a Israel los Diez Mandamientos y renovó su pacto con el pueblo. La voz desde la nube oscura los estremeció, pero también los atrajo y los amó con tesón (Éxodo 34:6-7).

Dios es poderoso y sorprendente, más allá de lo apreciable. Y aun así, lleno de amor y bendiciéndonos siempre. Este Dios es lo que necesitamos desesperadamente.

De: Winn Collier