De joven, Charles Spurgeon luchaba con Dios. Había crecido yendo a la iglesia, pero lo que predicaban le parecía sin sentido. Le costaba creer en Dios, y dijo: «me disgustaba y me sublevaba». Una noche, una tormenta feroz obligo al Spurgeon de 16 años a refugiarse en una pequeña iglesia metodista, donde el sermón del pastor parecía dirigirse personalmente a él. En ese momento, Dios triunfó en la lucha, y Charles aceptó a Jesús como Salvador.
Más tarde, escribió: «Mucho antes de que yo comenzara con Cristo, Él había comenzado conmigo». En realidad, nuestra vida con Dios no empieza en el momento de la salvación. El salmista señala que Dios formó nuestras entrañas en el vientre de nuestras madres (Salmo 139:13). Pablo escribe: «Dios […] me apartó desde el vientre de mi madre, y me llamó por su gracia» (Gálatas 1:15). Y Él no deja de obrar en nosotros cuando somos salvos: «el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará» (Filipenses 1:6).
Todos somos obras en proceso en las manos de un Dios amoroso. Él nos guía a través de nuestras rebeliones hasta abrazarnos con calidez. Pero su propósito entonces es solo el comienzo, «porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad» (Filipenses 2:13). No importa la edad ni las circunstancias.