La ascidia es una criatura marítima extraña. Pegada a rocas y valvas, parece un tubo de plástico blando que se agita con la corriente. Vive una vida pasiva, alejada de su juventud activa.
Nace como un renacuajo con una espina dorsal y un cerebro primitivo que le permite encontrar comida y evitar daños. Pasa los días explorando el océano, pero algo sucede cuando alcanza la adultez. Se instala en su roca y deja de explorar y crecer. En un giro macabro, digiere su propio cerebro. Sin espina ni pensamientos, fluye pasivamente con la corriente.
El apóstol Pedro nos anima a no seguir el destino de la ascidia. En nuestro caso, la madurez significa participar de la naturaleza divina (2 Pedro 1:4), por eso, somos llamados a crecer en nuestro conocimiento de Cristo (3:18); espiritualmente, en rasgos como bondad, perseverancia y dominio propio (1:5-7); y en la práctica, al explorar nuevas maneras de amar y servir a otros (1 Pedro 4:7-11). Según Pedro, este crecimiento «no [nos dejará] estar ociosos ni sin fruto» (2 Pedro 1:8).
Este llamado a crecer es tan vital para el anciano como para el adolescente. La naturaleza de Dios es tan vasta como el océano. Explora su carácter infinito, emprende nuevas aventuras espirituales. Estudia, sirve, toma riesgos. Crece.
De: Sheridan Voysey