Un día, mientras reflexionaba en por qué Dios valora tanto la humildad, la creyente del siglo xvi, Teresa de Ávila, se dio cuenta repentinamente de la repuesta: «Es porque Dios es la Verdad suprema, y la humildad es la verdad […]. Nada bueno surge de nosotros mismos, sino que procede de las aguas de gracia, cerca de las cuales el alma permanece, como un árbol plantado junto a un río, y a partir de ese Sol que da vida a nuestras obras». Teresa concluyó que la oración es el medio por el cual nos anclamos en esa realidad, porque «el fundamento total de la oración es la humildad. Cuanto más humildes somos al orar, más nos exaltará Dios».
Sus palabras evocan el lenguaje de las Escrituras en Santiago 4, donde el escritor advierte de la naturaleza autodestructiva de la ambición soberbia y egoísta; lo opuesto a una vida en dependencia de la gracia de Dios (vv. 1-6). Enfatiza que la única solución para una vida codiciosa, desesperante y en conflicto permanente es arrepentirnos de nuestra soberbia e intercambiarla por la gracia de Dios. En otras palabras: «Humillaos delante del Señor, y él os exaltará» (v. 10).
Arraigados en las aguas de la gracia, nos nutriremos de «la sabiduría que es de lo alto» (3:17). Solo en Dios, seremos exaltados por la verdad.