En las esferas social y económica, esta cultura es cada vez más notoria. Al individualismo y al egoísmo, se le ha sumado una codicia fuera de control que ha provocado niveles de desequilibrio y de inequidad que han puesto en riesgo la estabilidad y la paz de las sociedades en donde actúa este sistema económico.

Pero muchas veces los enfoques cometen el error de señalar únicamente al sistema económico como responsable de esta situación de desigualdad y de descontrolada ambición. Sin embargo, se trata  fundamentalmente de un problema ético y cultural.

En efecto, el individualismo, la búsqueda del placer inmediato, las emociones efímeras y el deseo por lo aparente y superficial, han conducido a que las personas, cada vez más, se alejen de lo que les signifique apego, compromiso y estabilidad.

Se vive en medio de una cultura del descarte, donde prácticamente todo se toma de manera temporal, pensando en su eventual o posterior desecho. Pero esto no sucede únicamente con lo material. También, lamentablemente, se asume esta postura -consciente o inconscientemente- en las relaciones humanas.

En lo laboral

En el mundo laboral, en muchos ámbitos empresariales y gerenciales se ha sobre dimensionado la relevancia de éxito y de la prosperidad, medidas exclusivamente por los resultados económicos o materiales. Esta perspectiva, propia de un sistema económico que se sustenta en una visión utilitaria del ser humano, abunda en el espíritu de la versión capitalista más egoísta y ambiciosa, despojada de una ética de solidaridad, de interés por el prójimo y el servicio a los demás.

Es fácil observar en el campo de las empresas y organizaciones la forma en que esta cultura ha logrado penetrar los pensamientos y los comportamientos de los líderes y jefaturas.  Las organizaciones que así actúan, se concentran en los planes estratégicos, en los resultados y metas económicas y el recurso humano es visto como un bien descartable y reemplazable.

Frente a esta cultura organizacional, propia de los sistemas individualistas y materialistas que prevalecen en la actualidad, han surgido visiones más conscientes de la relevancia ética en la sociedad, en general, y en las empresas y organizaciones, en especial. Estas empresas se caracterizan por incluir de manera destacada estrategias éticas -al lado de los planes estratégicos-, están convencidas de que el capital económico no es el único ni más importante dentro de la empresa, sino que hay que vincularlo al capital intelectual, psicológico, cultural y ético, porque son las personas que conforman la organización su primordial recurso, las que hacen posible todo tipo de beneficio como sistema creador de riqueza sostenible y fuente de desarrollo social.

Por eso es que, desde esta nueva óptica, la acción ética de la empresa no es algo sobreañadido a su  carácter de generadora de riqueza sino que pertenece a su concepción misma.

 En la familia

Pero la cultura del descarte, del individualismo, de los placeres y beneficios transitorios y efímeros, no solo se observa a nivel económico, social o laboral. En lo doméstico, en el hogar, se expresa en la actualidad de manera muy evidente.

Las personas parecieran trasladar la cultura del descarte a todas las relaciones que establece. Los noviazgos y matrimonios son menos en los tiempos actuales, las relaciones son más efímeras y menos comprometidas. En consecuencia, asistimos a un mundo donde lo permanente, estable y sólido ha estado cediendo su lugar por lo temporal, inestable y líquido -en palabras del filósofo Zygmund Bauman-.
Los diversos estudios realizados en países occidentales demuestran que, en las últimas décadas, las disoluciones matrimoniales han aumentado, que las uniones libres han crecido y que los hogares monoparentales -con jefatura femenina principalmente- también han aumentado. Por supuesto que esta situación, más allá de los datos concretos, trae consigo una importante afectación en la vida de las personas y familias.

Es cierto que, para quien sigue las estadísticas, el retrato familiar muestra nuevas conformaciones y dinámicas. Pero para quien profundiza en las consecuencias que estos fenómenos les produce a los hombres, mujeres y especialmente a los niños, la situación es más que preocupante.
El problema de una sociedad que opta por el descarte se encuentra en lo cultural y lo antropológico. Se inicia como una manifestación ideológica y social, pero trae consigo consecuencias en lo ético, cultural  y antropológico.

Hacia el encuentro

Respecto a este panorama, el propio Papa Francisco se ha referido ampliamente en su exhortación apostólica Evangelii Gaudium y en abundantes pronunciamientos y discursos posteriores. Se debe abandonar esta cultura del desecho y del descarte por una que procure el encuentro con el otro.
Hasta ahora ha prevalecido una concepción que mira al ser humano como a alguien  que se usa y se tira. Lo mismo se da en lo social, lo laboral y hasta en las relaciones afectivas.

En lo económico y social, las posturas y relaciones que se asumen son de exclusión, de confrontación, de imposición.  Predomina la intolerancia, el irrespeto y el descarte.  Son escenarios donde la polarización aleja las visiones y cada quien lucha por sus intereses particulares, procurando vencer al otro.
Esa cultura debe dar lugar a otra donde prevalezca el encuentro con el otro, donde el diálogo posibilite el entendimiento y la inclusión, donde las diferencias puedan ser resueltas con respeto, tolerancia e interés. Se requiere hacer crecer el sentido de la “otredad”, es decir donde interese genuinamente lo que piensa y siente el otro.

El camino del encuentro es una revalorización del ser humano. Frente al egoísmo y el individualismo, se asume la solidaridad y la inclusión. El ser humano vale y su aporte es importante y tomado en cuenta aunque se discrepe de su posición.

Si en el mundo político, social, laboral y familiar centráramos nuestras acciones y decisiones pensando en el encuentro, el acuerdo, el interés común y la inclusión, las sociedades se encaminarían a estadios de mayor bienestar y desarrollo. Y esta no es una aspiración ingenua e ilusoria, es algo posible siempre y cuando se rescate, en el ser humano esa esencia ética fundamental que le es propia de su naturaleza. En el sentido filosófico más aristotélico, su tendencia a hacer lo bueno y al bien común.  Pero también un soporte indispensable presente en la cultura occidental y que ha prevalecido por siglos, gracias al aporte de la ética judeo-cristiana, el amor al prójimo.