Durante la edad dorada de la radio, Fred Allen usaba el pesimismo humorístico para hacer sonreír a una generación que vivía en las sombras de la depresión económica y la guerra. Su sentido del humor nació del dolor personal. Perdió a su madre a los tres años, y luego lo separaron de su padre adicto. Una vez, rescató a un joven del tráfico intenso de una calle de Nueva York, diciéndole una frase memorable: «¿Qué te pasa, muchacho? ¿No quieres crecer y tener problemas?».

La vida de Job revela esta perturbadora realidad. Cuando sus primeras expresiones de fe dieron al final lugar a la desesperación, sus amigos intensificaron su dolor con frases que eran como poner sal en sus heridas. Argumentaban que, si admitía sus errores (4:7-8) y aprendía de la corrección de Dios, encontraría fuerzas para reírse ante los problemas (5:22).

Estos amigos «consoladores» tenían buenas intenciones pero estaban muy equivocados (1:6-12). Nunca imaginaron que un día se los invocaría como ejemplos de que «con amigos como estos, no hacen falta enemigos». Tampoco pensaron en el alivio de Job al orar por ellos ni en por qué necesitaban que orara por ellos (42:7-9). Y jamás supusieron que tipificaban a los acusadores de Aquel que sufrió tanta incomprensión para volverse nuestra fuente de gozo supremo.