Mientras mi amiga miraba las fotos que le había tomado, señalaba los rasgos físicos que consideraba imperfecciones. Le pedí que mirara más de cerca. «Veo a una hija hermosa y amada del Rey de reyes —observé—. Veo a alguien que ama a Dios y a otros, cuya bondad, generosidad y fidelidad han marcado una diferencia en muchas vidas». Cuando noté que se le llenaban los ojos de lágrimas, exclamé: «¡Creo que necesitas una tiara!». Más tarde, elegimos la corona perfecta para mi amiga, para que jamás olvidara su verdadera identidad.

Cuando conocemos personalmente a Jesús, Él nos corona con amor y nos llama sus hijos (1 Juan 3:1). Nos da el poder de perseverar en la fe, de modo que «cuando se manifieste, tengamos confianza» (2:28). Aunque nos acepta tal cual somos, su amor nos purifica y nos transforma a su imagen (3:2-3). Nos ayuda a reconocer nuestra necesidad de Él y a arrepentirnos, mientras nos regocijamos en el poder para apartarnos del pecado (vv. 7-9). Podemos vivir en obediencia y amor fieles (v. 10), con su verdad atesorada en nuestro corazón y su Espíritu presente en nuestras vidas.

Mi amiga no necesitaba una tiara ni ningún otro accesorio aquel día. Pero las dos precisábamos un recordatorio de nuestro valor como hijas amadas de Dios.

De: Xochitl Dixon