Cuando entré a la heladería con mi hijito mestizo de cinco años, el hombre detrás del mostrador me miró y luego se quedó mirándolo fijo a él. «¿Qué eres?».
Su pregunta y su tono áspero desencadenaron el enojo y el dolor que yo había experimentado al crecer como mexicana-estadounidense. Acerqué a Xavier hacia mí y me volví a mi esposo negro, que entraba en la tienda. Con los ojos entrecerrados, el empleado completó nuestro pedido en silencio.
Arrepentida de mi amargura, le pedí a Dios que me diera un espíritu de perdón. Yo también había sido objeto de miradas similares y de la misma pregunta. Había luchado con inseguridades y sentimientos de inutilidad, hasta que empecé a abrazar mi identidad como hija amada de Dios.
El apóstol Pablo declara que los creyentes en Jesús son «hijos de Dios por la fe», con igual valor y hermosa diversidad. Estamos íntimamente conectados e intencionalmente diseñados para trabajar juntos (Gálatas 3:26-29). Cuando Dios envió a su Hijo a redimirnos, nos transformamos en una familia mediante su sangre derramada en la cruz para el perdón de nuestros pecados (4:4-7). Como portadores de la imagen de Dios, nuestro valor no se puede determinar por las opiniones, expectativas o prejuicios de los demás.
¿Qué somos? Somos hijos de Dios.
De: Xochitl Dixon