Es debido a estas características y funciones naturales, que la familia se constituye en la instancia más potente e insustituible para el desarrollo socio-afectivo de todas las personas y, de manera especial, para los miembros del hogar que tienen alguna discapacidad.En efecto, para las personas que cuentan con alguna discapacidad, la familia es fundamental. Pero lo es, no porque de ella debe provenir un trato diferenciado especial o una actitud compasiva y sobreprotectora; sino, por el contrario, porque de ella se debe derivar un trato que posibilite el desarrollo de sus potencialidades y capacidades, asumiendo y promoviendo las condiciones de equidad y la igualdad de oportunidades.
Desde la familia y hasta las diversas instancias de la sociedad, se deben de generar estas condiciones favorables -físicas y emocionales, entre otras- para equiparar las oportunidades de desarrollo integral que requieren las personas con discapacidad.
Ana María era una joven y muy talentosa abogada, casada con un ingeniero exitoso, madre de dos niños pequeños. El varoncito cursaba segundo grado en una escuela que quedaba relativamente cerca a su centro de trabajo, y la niña menor era traslada diariamente al hogar de los abuelos para que ellos la cuidasen mientras sus padres trabajaban.
La joven pareja se trasladaba, en ocasiones, a sus lugares de trabajo en autos separados, con el propósito de ahorrar tiempo y distribuirse las tareas matutinas previas al ingreso a sus labores. Cada niño viajaba con alguno de los progenitores y, de la misma manera, al final de cada jornada, se distribuían los traslados de los niños y el retorno al hogar.
En un aciago y trágico día, cuando la joven madre ya había dejado a su niña en casa de los abuelos y conducía su vehículo rumbo a su trabajo, Ana María tuvo un desafortunado accidente de tránsito. Del gran impacto ocurrido en la colisión vehicular, ella sufrió un severo golpe y heridas que le provocaron la inmovilidad permanente de sus piernas.
Por supuesto que ante un infausto evento de esta naturaleza, el mundo personal y familiar de la joven pareció derrumbarse a pedazos, pero con el apoyo médico, sicológico, espiritual y familiar apropiados, Ana María, comenzó a dejar atrás -muy paulatinamente- el impacto del accidente, e inició el proceso de aceptación de su nueva condición de discapacidad motora, a realizar los ajustes internos y externos para adaptarse a la nueva realidad y a procurar «convivir de manera armoniosa» con su situación.
Como es natural, este proceso no fue ni fácil ni rápido, muchas cosas pasaron por la mente de la joven, pensamientos y sentimientos de enojo, frustración, impotencia, desgano, duda y temor. Pero, su fuerte y sólida fe, por un lado, y el ánimo y respaldo incondicional de sus hijos, esposo y padres, le dieron a Ana María el vigor y la entereza que necesitaba para comenzar a retomar la lucha por alcanzar sus metas, ahora a partir de su nueva condición de persona con una discapacidad en sus piernas.
Hubo ajustes que se debieron realizar en todos los aspectos. Las rutinas domésticas y laborales se modificaron un poco, se tuvieron que colocar rampas especiales en la casa de habitación y en la oficina para facilitar la movilización de la joven, se ampliaron las puertas para que pudiese ingresar ella con su silla de ruedas de forma más cómoda, se ajustaron muebles y gabinetes, se eliminaron escaleras, y se realizaron acondicionamientos en su auto para que continuara manteniendo autonomía en su movilización cotidiana.
Esta valiente y brillante profesional fue poco a poco ajustando su vida a las nuevas condiciones derivadas de su discapacidad. De forma paralela, encontrando, por un lado, equilibrio emocional y, por otro lado, ajustando las condiciones físicas de su entorno doméstico y laboral.
Para Ana María, como para la gran mayoría de las personas que tienen alguna discapacidad, el papel de la familia fue determinante en el retorno a sus actividades y responsabilidades del hogar y del trabajo, así como para la recuperación de su estabilidad mental y emocional. Pudo haber existido la tendencia de verla, a partir del accidente, con compasión y con deseo de sobreprotección, pero la familia le apoyó en todo lo que ella requería, pero sin crear dependencia.
En la oficina donde ella se desarrollaba como abogada, también se realizaron los ajustes necesarios para apoyarla en su etapa de recuperación y rehabilitación, adoptaron medidas para garantizarle condiciones físicas, logísticas, de equiparación y equidad, tomando en cuenta su condición de discapacidad, pero manteniendo el trato igualitario y el respeto que ella tenía recibía desde siempre. Se comprendió perfectamente que su discapacidad de movilización no le limitaba en ninguno de los otros aspectos donde ella, incluso, sobresalía por sus mayores capacidades profesionales.
Por supuesto que la vida de esta joven y su familia se vio alterada a partir del infortunado accidente. Sin embargo, muchas cosas buenas surgieron en el proceso de ajuste que enfrentó esta familia. Todos experimentaron que la solidaridad familiar es crucial en momentos de elevada dificultad y de crisis, que con la pérdida o ausencia de una facultad, se desarrollan y potencian otras capacidades y facultades, que no se trata de crear un trato especial e inhibidor hacia las personas con discapacidad, sino de crear las condiciones necesarias para que las personas con discapacidad se desarrollen en igualdad de oportunidades, que de una discapacidad puede surgir un mayor y mejor carácter, puede surgir una persona con una más elevada capacidad para ajustarse, enfrentar y superar problemas y dificultades.
Las personas con discapacidad no pueden estar en mejor lugar que en sus propias familias. En muchos casos, se requiere el apoyo especializado y profesional para poder superar algunas de las limitaciones que son producto de esas condiciones de discapacidad, pero, como lo han demostrado los diversos estudios, los entornos familiares positivos, el amor y el afecto de las personas cercanas del hogar, resultan en el mejor y más efectivo proceso terapéutico -físico, mental, emocional y espiritual- para aprender a desarrollarse, a pesar de una discapacidad.
Helen Keller dijo una vez que «…Cuando una puerta de felicidad se cierra, otra se abre, pero muchas veces miramos tanto tiempo la puerta cerrada, que no vemos la que se ha abierto para nosotros». Así ocurre, en ocasiones, cuando alguien se enfrenta a una discapacidad, pero la esperanza que proviene de la fe en Dios, la decisión de caminar hacia adelante que surge de lo profundo del carácter y de las convicciones, y la fuerza anímica y emocional que se adquiere del abrazo solidario y del apoyo afectivo del hogar, harán brotar, sin lugar a dudas, de lo hondo del corazón, esa voluntad de ir en pos de la puerta de felicidad que siempre se abre para todos…