Cuando apareció el coronavirus, sacar algo de mi caja de seguridad en el banco requería más protocolo que antes. Tenía que reservar un turno, llamar cuando llegaba para que me permitieran entrar, mostrar mi identificación y esperar ser escoltada hasta la caja fuerte. Una vez adentro, las puertas se cerraban hasta que buscaba en la caja lo que necesitaba. Si no seguía las instrucciones, no podía entrar.
En el Antiguo Testamento, Dios había establecido protocolos para entrar en el Lugar Santísimo del tabernáculo (Éxodo 26:33). Detrás de una cortina especial, que separaba el lugar santo del Lugar Santísimo, «sólo el sumo sacerdote una vez al año» podía entrar (Hebreos 9:7). Aarón y los sumo sacerdotes que lo sucedieron debían lavarse, llevar ofrendas y usar vestiduras sagradas para entrar (Levítico 16:3-4). Las instrucciones de Dios tenían como propósito enseñarles a los israelitas sobre la santidad de Dios y la necesidad de perdón.
En el momento en que Jesús murió, esa cortina especial se rasgó (Mateo 27:51), simbolizando que todas las personas que creen en su sacrificio por el perdón de sus pecados pueden entrar en la presencia de Dios. La ruptura de ese velo es motivo de gozo interminable: ¡Jesús ha permitido que nos acerquemos a Dios siempre!
De: Kirsten Holmberg