Con 18 meses de vida, Marcos nunca había oído la voz de su madre. Los médicos le colocaron su primer audífono, y su mamá le preguntó: «¿Puedes oírme?». El niño levantó los ojos. «¡Hola, bebé!», agregó ella. Un Marcos sonriente le respondió con suaves balbuceos. Entre lágrimas, Laura sabía que había presenciado un milagro, porque lo había dado a luz prematuramente después de que un ladrón le disparara tres veces al asaltar su casa. Con menos de medio kilo de peso al nacer, Marcos había pasado 158 días en terapia intensiva, sin esperanzas de que sobreviviera, y menos aún, de que oyera.

Esta historia conmovedora me recuerda al Dios que nos oye. El rey Salomón pidió fervientemente que el Señor oyera. Cuando «no lloviere» (1 Reyes 8:35), durante «hambre, pestilencia» (v. 37), «batalla» (v. 44), e incluso habiendo pecado, «tú oirás en los cielos su oración y su súplica, y […] harás justicia», oró (v. 45).

En su bondad, Dios respondió con una promesa que aún cautiva nuestro corazón: «si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos; entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra» (2 Crónicas 7:14). El cielo puede parecer lejano, pero Dios oye nuestras oraciones y responde.

De: Patricia Raybon