Sentada en un tribunal, fui testigo de varios ejemplos de nuestro mundo roto: una hija separada de su madre, una pareja que había perdido el amor y ahora solo compartían amargura; un esposo que anhelaba reconciliarse con su esposa y volver a ver a sus hijos. Necesitaban desesperadamente sanar las heridas de su corazón y que prevaleciera el amor de Dios.

A veces, cuando el mundo que nos rodea parece tener solo oscuridad y angustia, es fácil desesperarse. Pero, entonces, el Espíritu que vive en los creyentes en Jesús (Juan 14:17) nos recuerda que Él murió por ese dolor y quebrantamiento. Cuando entró en el mundo como un humano, trajo luz (1:4-5; 8-12). Esto lo vemos en su conversación con Nicodemo, quien se acercó a Jesús disimuladamente en la oscuridad, pero partió impactado por la Luz (3:1-2; 19:38-40).

Jesús le enseñó que «de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna» (3:16).

No obstante, aunque Jesús trajo luz y amor al mundo, muchos siguen perdidos en la oscuridad de su pecado (vv. 19-20). Si somos sus seguidores, tenemos la luz que disipa las tinieblas. Que Dios nos convierta en faros que iluminen con su amor (Mateo 5:14-16).

De: Alyson Kieda