En el siglo x, Abd al-Rahman III gobernaba Córdoba, España. Después de 50 años de reinado exitoso («amado por mis súbditos, temido por mis enemigos y respetado por mis aliados»), evaluó más profundamente su vida. «Riquezas, honores, poder y placer han estado a mi disposición», dijo de sus privilegios. Pero cuando contó sus días de felicidad verdadera durante ese tiempo, sumaron solo catorce. ¡Qué aleccionador!

El escritor de Eclesiastés también fue un hombre de riqueza y honor (2:7-9), poder y placeres (1:12; 2:1-3). Y la evaluación de su vida fue igualmente aleccionadora. Comprendió que las riquezas solo llevan a desear más (5:10-11), que los placeres lograban poco (2:1-2) y que el éxito podía deberse tanto al azar como a la capacidad (9:11). Pero su evaluación no terminó tan sombría como la de al-Rahman. Creer en Dios era su fuente suprema de felicidad; vio que comer, trabajar y hacer el bien podían disfrutarse cuando se hacían para Él (2:25; 3:12-13).

«¡Oh, hombre —concluyó al-Rahman—, no pongas tu confianza en este mundo presente!». El autor de Eclesiastés estaría de acuerdo. Como fuimos hechos para la eternidad (3:11), los placeres y logros terrenales no satisfacen. La felicidad genuina está solo en Dios.

De: Sheridan Voysey