Durante una visita al zoológico, me detuve a descansar cerca de la guarida del perezoso. La criatura estaba colgada cabeza abajo. Parecía contenta así, completamente quieta. Suspiré. Debido a mis problemas de salud, me costaba quedarme quieta y anhelaba avanzar, hacer algo… Pero, mientras miraba el perezoso, observé cómo estiraba un brazo, tomaba una rama cercana y se detenía otra vez. Estar quieto requería de fuerza. Si quería contentarme con moverme despacio o quedarme quieta, necesitaba más que unos músculos fuertes. Para confiarle a Dios cada momento de mi vida, necesitaba un poder sobrenatural.
En el Salmo 46, el autor proclama que Dios no solo nos da fuerza, sino que Él es nuestra fuerza (v. 1). No importa lo que suceda a nuestro alrededor, «el Señor de los ejércitos está con nosotros» (v. 7).
Al igual que el perezoso, nuestras aventuras cotidianas a menudo requieren de pasos lentos y largos períodos de quietud. Cuando confiamos en el carácter inmutable de Dios, podemos depender de su fortaleza.
Aunque tal vez sigamos luchando con aflicciones o esperas, Dios sigue estando presente con fidelidad. Aun cuando no nos sintamos fuertes, Él nos ayudará a sostenernos con los músculos de nuestra fe.
De: Xochitl Dixon