Nicolás, que nació en el siglo iii, no tenía idea de que, siglos después de su muerte, se lo conocería como Santa Claus. Era solo un hombre que amaba a Dios y se interesaba por las personas, y lo conocían por su generosidad y sus buenas obras. Cuenta la historia que, cuando se enteró de que una familia estaba pasando una gran necesidad financiera, Nicolás fue a su casa de noche y arrojó una bolsa de oro por una ventana abierta, la cual cayó sobre un zapato o un calcetín que se calentaba junto a la chimenea.
Mucho antes de Nicolás, el apóstol Pablo urgió a los creyentes de Corinto a ser dadores alegres. Les escribió sobre las necesidades económicas de sus hermanos en Jerusalén y los animó a ofrendar con generosidad. Pablo les explicó los beneficios y las bendiciones que reciben aquellos que dan de lo que tienen. Les recordó que «el que siembra escasamente, también segará escasamente; y el que siembra generosamente, generosamente también segará» (2 Corintios 9:6). Como resultado de su generosidad alegre, serían «enriquecidos en todo» (v. 11), y Dios recibiría honra.
Padre, ¿nos ayudarías a ser dadores alegres, no solo en época de Navidad, sino todo el año? Gracias por tu increíble generosidad al darnos el «don inefable» de tu Hijo, Jesús (v. 15).
De: Estera Pirosca Escobar