Cerré los ojos y empecé a contar en voz alta. Mis compañeros de tercer grado salieron corriendo a buscar un lugar para esconderse. Después de revisar cada gabinete, baúl y armario durante lo que me parecieron horas, no podía encontrarlos. Me sentí ridícula cuando una saltó finalmente de detrás de un helecho que colgaba del techo. La planta solo le tapaba la cabeza… ¡el resto del cuerpo había estado a la vista todo el tiempo!

Como Dios es omnisciente, cuando Adán y Eva se escondieron de Él en el huerto de Edén, siempre estuvieron a la vista (Génesis 3:8). Pero aquel no fue un juego de niños, sino que, de repente, tomaron conciencia —y se avergonzaron— de su error: haber comido del árbol del que Dios les dijo que no comieran.

Adán y Eva dieron la espalda a Dios y su provisión amorosa cuando desobedecieron sus instrucciones. Sin embargo, en lugar de alejarse de ellos enojado, Dios los buscó, preguntando: «¿Dónde estás tú?». No es que no supiera dónde estaban, sino que quería que ellos supieran cuánto le interesaban (v. 9).

Yo no pude ver a mi amiga escondida, pero Dios siempre nos ve y nos conoce; para Él, siempre estamos a la vista. Jesús nos buscó mientras éramos «aún pecadores», y murió en la cruz para mostrarnos su amor (Romanos 5:8). Ya no necesitamos escondernos.

De: Kirsten Holmberg