El Principito se asombró viendo el poder que tenía este rey para gobernar e inició una conversación. Al cabo de un rato se aburrió y se preparó para partir de aquel planeta. Como el rey vivía solo, le propuso al Principito que si se quedaba le nombraría ministro de justicia. Sin embargo, como no vivía nadie en ese planeta, el Principito preguntó que a quién juzgaría, a lo que el rey replicó: “Entonces te juzgarás a ti mismo. Es mucho más difícil que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien, serás un verdadero sabio”.
Ahora bien, vivimos en un mundo de competencia por quién tiene más dinero, el mejor carro, más músculos, el novio o a la novia más popular, las mejores calificaciones, etc. Se juzga, se compara, se toman aspectos superficiales como parámetros para valorar a los demás, no por lo que son sino por lo que tienen. La mayoría, entramos en este “juego”, aplicando estos parámetros no sólo para juzgar a los demás, sino también para juzgarnos a nosotros mismos, para valorarnos o para descalificarnos. Muy pocas personas se escapan de esta situación ya que la sociedad nos condiciona para actuar de esta manera.
Los parámetros que tomamos para juzgarnos son aquellos que las personas que están alrededor de nosotros fijan: lo que los padres o madres dicen y lo que los maestros opinan, lo que los amigos, el novio o novia o cada persona con la cual interactuamos nos transmite. A pesar de que somos capaces de sopesar si los juicios de otros son racionales o no, por lo general muchas de las opiniones que tenemos con respecto a nosotros mismos se basan en ideas erróneas que decidimos creer, consciente o inconscientemente.
De manera que, son precisamente estas ideas erróneas las que nos hacen juzgarnos de forma cruel y nos pueden llevar a caer en depresión. Las exigencias absolutistas que hacemos y no podemos cumplir -porque somos humanos- nos deprimen. Estas se pueden manifestar a través de diversas formas, tales como: enfermedades físicas, problemas en el dormir, problemas en el comer (comer mucho o dejar de hacerlo), problemas de carácter, estrés, ideas, conductas suicidas, etc.
A pesar de que todas las personas estamos propensas a caer en estas situaciones, cuando pensamos específicamente en los adolescentes la situación se torna mucho más grave dado las grandes presiones que sufren. Moda, calificaciones, belleza física, presión económica, posición social, problemas familiares, abuso, violencia, drogas, pornografía, sexo, temor al futuro, y más… la lista de situaciones que los bombardean es interminable.
En relación a esto, los padres y madres, primeramente, deben de enfocarse en equipar a sus hijos con las herramientas necesarias para afrontar una sociedad que aunque esté llena sorpresas, emociones y retos, probablemente les traerá dificultades, desilusiones, así como exigencias irracionales. En palabras de Mitchel Anthony (1991):
“Mientras que el suicidio es un síntoma, las cuestiones detrás de este siempre son de actualidad: la autoestima, la fe, el significado de la vida, el propósito y la habilidad para soportar las dificultades y las desilusiones. Parte de la respuesta al problema se debe encontrar en una estructura sólida de valores: la fe en Dios y en uno mismo. Si las personas tienen bases espirituales, emocionales y psicológicas, están mejor equipadas para sobrevivir la adversidad y las luchas. Muchos de los adolescentes de hoy en día, sin embargo, no tiene tales bases, y muchos no sobreviven.”
En este sentido, los padres y madres deben de tomar en cuenta que la formación espiritual y la adquisición de valores constituyen, en los hijos e hijas, un beneficio fundamental para sus vidas. Además, el afecto debe ser una constante, ya que la seguridad emocional en los y las adolescentes depende en gran manera de la continua interacción con sus progenitores. Aspectos que marcarán la pauta para afrontar mejor su etapa adolescente.